La violación de Lucrecia
Pese algunos desajustes en la dirección – a cargo de Miguel del Arco – lo que hace Núria Espert en el Teatre Lliure de Gràcia es una proeza. La actriz interpreta sola, durante 75 minutos sin pausa, a todos los personajes de La violación de Lucrecia, de William Shakespeare.
La pieza, que ya ha sido representada en el Festival de Teatro Clásico de Almagro o en el Temporada Alta, cuenta la tragedia de Lucrecia. El etrusco Tarquino viaja a Roma para tentar la fidelidad de la esposa de su amigo Collatinus. A media noche, y mientras Lucrecia permanece dormida, la viola. Ésta, destrozada, llama buscar a su esposo para confesarle el nombre del agresor y, acto seguido, suicidarse.
Espert, que ya ha cumplido los 76 años, se hace cargo de un texto dificilísimo. ¿Por qué alguien tan consagrada como ella, a estas alturas de su carrera, se arriesga de esa manera? La respuesta sólo puede ser una: el teatro es una forma de estar-en-el-mundo, no únicamente el oficio al que ha dedicado su vida. Respira escena y, por ello, sale triunfadora del enorme reto. En Girona, tal y como reconoce en una reciente entrevista de Justo Barranco, sufrió una dolorosa inflamación de sacro. Salió igualmente a actuar. "Si me hubieran dicho 'te pones la cortisona y después de la función te morirás' también la habría hecho", afirma.
Miguel del Arco resuelve bien la cuestión del espacio. Con únicamente una mesa y una silla, y una amplia cama con unas telas que la cubren, consigue que Núria Espert se mueva fluidamente y no deje ni un solo vacío. Pero el director decide comenzar la obra con un juego metateatral (nos enseña a una actriz que habla por móvil y que dice que se queda en casa para ensayar La violación de Lucrecia de Shakespare) que después no cierra y, por lo tanto, no se entiende. Tampoco funciona en algunos momentos el cambio de roles, de personajes. Espert es víctima y verdugo, y eso se pretende narrar cambiándole la bata que lleva. Pero es en el clímax de la pieza - durante la misma violación –cuando la solución por la que se opta hace que se pierda parte de la fuerza de la propuesta. Un audio de gritos y quejas substituye lo que Núria Espert puede ofrecer con un gesto, con algunos de los maravillosos matices que sí pueden disfrutar los espectadores durante el resto de la obra.
Son detalles que no merman, de todos modos, el acontecimiento que estamos presenciando. Los amantes del teatro del texto están de enhorabuena, viendo cómo la escena sigue siendo una aventura honesta y sincera, valiente y - por todo ello - auténtica e insustituible. Núria Espert nos regala, sin parafernalias, su inagotable sabiduría.
La joven dramaturga Marilia Samper (Sao Paulo, 1974) recibió el encargo de la compañía Q-Arts Teatre para crear una pieza con los únicos requisitos que hubiese en ella dos Fedras y un tercer personaje que interpretara a Sarah Kane, autora británica de culto que escribió, entre otras piezas, Phedra's love, y acabó suicidándose en 1999.
El excelente resultado se puede ver hasta el 9 de octubre en la sala Beckett de Barcelona, bajo la dirección de Pep Pla. La libertad creativa, a veces, también nace de los mínimos parámetros del encargo, y Samper es capaz de hilvanar una triple trama que nos interpela, que habla de nosotros y de nuestros vecinos, y que tiene el "impulso autodestructivo llamado eufemísticamente amor" como centro de operaciones.
La obra comienza antes de que el público se siente en las butacas. Nos están contando una tragedia, pero no es ajena al mundo por el que nos movemos. Encienden una cerilla y, mientras la llama dure, podremos soñar. La propuesta lleva como subtítulo una canción de Ben Harper, Pleasure and Pain, que reza: "he conocido el placer, he sentido el dolor y sé que nunca volveré a ser yo mismo". Las cerillas siempre se apagan.
El texto tiene presente el Hipólito de Eurípides y la Fedra de Racine. Pero las escenas son del ahora, del entorno inmediato. Fedra es una camarera (Freddy) que se enamora de su cuñado, con el que trabaja en un bar. Fedra es Vera, una actriz venida a menos que ahoga su vejez en el alcohol y la decadencia. Fedra es, al mismo tiempo, la propia Sarah, que se enamora de la vieja intérprete borracha y, al ser rechazada, tiene que ser hospitalizada en un centro psiquiátrico. Qué grandes están las tres actrices.
F3DRA es una propuesta deliciosa, dura, punzante. El rol del único actor de la obra, Jaume Madaula, tiene como objetivo entrelazar las tres historias. Reto que tanto la autora como el director consiguen con maestría. Sólo con ponerse una bata blanca, una camiseta de promoción de una conocida cerveza, o un albornoz, el intérprete se convierte en una pieza de engranaje que nos traslada por los tres escenarios fundamentales: la barra del bar, la cama del manicomio y el camerino de la vieja actriz.
Además, y sin que se resienta la inteligibilidad de la obra, somos testigos de un cuidado juego de metateatro. Sarah le promete a Vera que escribirá una Fedra para ella, y por ese motivo visita el bar en el que trabaja Freddy, viéndola ya como una versión actualizada del mito griego. Fedra, en cualquiera de sus posibilidades, opta por el amor equivocado, por el camino hacia el abismo. ¿Por qué escoge a su Hipólito? ¿Por verdadero amor o por capricho? Y la pieza sigue escribiéndose ante nuestra mirada...
Todas las obras tienen momentos prescindibles. Incluso ésta. No se entiende por qué tiene que ponerse a cantar Freddy en medio de la tragedia. No se comprende que al camarero le entre el impulso repentino de convertirse en un cantante de rap. Pero, comparado con la fuerza del conjunto, son anécdotas sin importancia. La calidad del texto lo perdona todo.
La violencia y la soledad están por todos sitios, por todos los poros de las relaciones humanas... La camarera es agredida por su marido, un soldado herido que le pega a diario. Cuando ella confiese sus sentimientos a Billy, su cuñado, éste la rechazará y justificará los malos tratos. También Sarah es rechazada. Y Vera, ya fuera de control, acaba agrediendo en escena a una atractiva actriz. Posee la juventud que ella tanto anhela. Por eso, besa a las esculturas de piedra, que se mantienen inmóviles ante el paso del tiempo.
Sarah deja de comer y escribe compulsivamente. "Voy extendiendo la muerte por allí donde paso", asegura. "Sólo salváis a los cuerpos, no a las personas", se queja cuando le neutralizan con fuertes calmantes. El telón de su vida quiere bajar cuanto antes. El eros se ha convertido, irremediablemente, en thanatos. Y el dolor sopla la última cerilla que quedaba encendida.
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